jueves, 10 de marzo de 2011

SABAH, DIGA USTED QUE NO (BORNEO)

Cerca de la zona turística de Kota Kinabalu, la capital de Sabah (Borneo, Malasia), Ania y yo cogimos una furgoneta que nos dejó dos horas más tarde en la entrada del parque natural del Monte Kinabalu. En el camino pudimos observar desde la distancia la imponente mole que se alza de forma vertiginosa sobre las colinas de los alrededores.
El monte Kinabalu es un enorme afloramiento granítico con torreones, cuya cima está a 4.095 metros sobre el nivel de mar. En días claros puede ser visto desde el sur de las islas filipinas. Esta montaña es masivamente visitada por estudiantes malayos y por buena parte de los turistas de Sabah, a falta de mejores cosas que hacer. Los bosques del parque son majestuosos y sus diferentes y no excesivamente largas rutas son una maravilla.
El parque es gestionado por una empresa privada que le saca el máximo provecho al negocio. A pesar de que la ruta-autopista a la cima es muy sencilla (aunque agotadora), es obligatorio llevar un guía a precio de oro. Estos guías obligan a hacer la subida en dos jornadas, por lo que hay que pasar la noche en unos refugios a pie de la montaña donde la cama también cuesta un ojo de la cara. Por supuesto, comer y beber dentro del parque es así mismo un negociazo. En fin, que hacer el paseito tonto sale por entre 100 y 200 dólares, manda huevos. Para rematar la faena, en muchas épocas del año, hay que reservar plaza con tiempo de antelación y la subida es como una romería.

Una vez en las puertas del parque pagamos el ticket de entrada y fuimos en busca de uno de los hotelitos que hay en su interior. Los precios eran descabellados. Preguntando a un trabajador de uno de los locales nos dijo que inmediatamente fuera del parque, caminando unos cien metros, podríamos encontrar una bonita posada cinco veces más barata.
Dicho y hecho, el lugar era estupendo, cómodo y barato, con fantásticas vistas al valle boscoso. Tras dejar el equipaje y descansar ligeramente, regresamos al parque para hacer algunas de las rutas. En la entrada nos confirmaron que para subir a la cima del peñasco había que esperar días porque estaba todo ocupado. Pero lo que es la bobería humana, mientras que el camino de subida a la cima debía ser como una peregrinación al Rocío, las estupendas rutas por el bosque estaban completamente vacías de gente.
      

En esta primera jornada hicimos en varias horas diferentes rutas cortas que gravitan alrededor de la entrada, caminos en muy bien estado y perfectamente señalizados rodeados de una preciosa selva de enormes árboles y repleto de helechos, hongos y líquenes, y una inmensidad de otras plantas que crecen por todos los lugares. El parque es idóneo para la observación de pajaritos multicolor, aunque la verdad es que nosotros casi no vimos ninguno. Las pocas personas que nos encontramos por estos senderos boscosos fueron precisamente amantes de la ornitología equipados con sus buenos prismáticos y sus cámaras de grandes teleobjetivos. Además, pude por fin utilizar mis polainas cortas marca Qucurucho con los nuevos corchetes y el resultado no pudo ser mejor: imposible de abrirse por el uso.

 
 
 
 

Tras unas horas de caminata nos encontramos con Chris, un finlandés algo pirado que nos preguntó donde nos alojábamos porque había llegado al parque, había dejado la mochila en las oficinas y se había puesto a caminar por los senderos. Se vino con nosotros y se quedó en la misma posada. Sentados en el porche superior, con una termperatura ideal y con unas vistas incomparables, estuvimos charlando largamente sobre ecología e iniciativas para cambiar el mundo (en la medida de lo posible).  La conversación finalizó cuando un norteamericano altísimo y malhumorado, salió de una de las habitaciones diciendo a voces que nos calláramos de una fucking vez, que estaba intentando descansar. Eran las seis de la tarde.
      
 
 

Sobre las siete nos fuimos los tres a cenar a un restaurancito cercano donde comimos más mal que bien con una temperatura ya tirando a muy fresca, pues estas tierras están a unos 1.500 metros sobre el nivel del mar. Cuando hubimos terminado, Chris se fue a otro restaurante a completar su dieta y Ania y yo volvimos. En el salón de la posada nos pedimos unas cervezas y las bebimos junto con una pareja de simpáticos norteamericanos de Seattle y otro tipo de Suecia. De los allí presentes, tan solo el sueco había subido al monte por la nada despreciable cantidad de 200 dólares. El resto no estábamos por la labor porque el aforo estaba completo, y por la pereza de dejanos estafar de tal manera por una empresa que tiene como negocio el paseo hasta la cima de una montaña.
Más tarde se nos unieron cuatro habitantes de esas tierras, uno de los cuales tenía una interminable verborrea y nos explicaba aspectos de la vida de Malasia y de Indonesia, y recalcaba una y otra vez lo afortunado que era por tener carnet de conducir, mujer e hijos, a la vez que se compadecía de mi por solo tener el primero de estos condicionantes de la felicidad.
Con ellos traían unas botellas de vino de arroz o de coco, y estuvimos largo tiempo empinando el codo, charlando y riendo. Además, fumamos tabaco local liado con hojas de bambú.
Según pasaba el tiempo, el salón se fue inundando de polillas con las más curiosas combinaciones de colores y dibujos en sus alas. Sobre todas, destacaban algunas de un tamaño extraordinario, como la palma de la mano. Más tarde, en un artículo sobre Borneo, leí que la isla tiene (o tenía) la mayor variedad y las más grandes polillas del mundo.
      
 

A la mañana siguiente volvimos al parque del Monte Kinabalu. Chris nos había dicho que se vendría con nosotros, pero no le encontramos. Antes de entrar, desayunamos en un restaurancito en la explanada del aparcamiento junto con nuestros amigos de Seattle que cogerían un autobus a las diez de la mañana.
Con un día bastante nublado, en primer lugar hicimos el extraordinario sendero Liwagu que sigue durante unas tres horas de caminata el río principal que llega hasta el sur del parque, mientras coge altura paulatinamente. El paisaje en el interior del cerrado valle es estupendo.
La humedad en el parque es altísima, por lo que la vegetación es densa y muy exhuberante. Al principio del recorrido nos encontramos con un científico venezolano que estudiaba la variedad y densidad ornitológica, y con el que pude practicar por unos minutos mi ya herrumbroso español.
Aquí va una buena colección de fotografías de tan deliciosa caminata:

 
 

 


 
 
 
 
 
 
 

 
 
 
 
 

El sendero Liwagu termina junto a un estruendoso edificio de generación eléctrica y a la entrada de la pista al monte Kinabalu. Para poder acceder y subir unos centenares de metros hasta los refugios o "campamento base" es necesario pagar. Tras echar pestes sobre la administración del parque, cogimos otro camino, el sendero Bukit Ular, que descendía por el lado oeste de la carretera. En ese momento se puso a llover y la niebla empezó a cubrir las laderas de la montaña, dejando un paisaje cautivador y misterioso.

 
 
 
 
 

En el camino paramos en muchas ocasiones para observar pajarillos siguiendo el rastro sonoro de sus operísticos cantos. Sin embargo no conseguíamos ver gran cosa, salvo las siluetas esquivas de algunos pequeños ejemplares y algunas simpáticas y nerviosas ardillas. Yo me reía en silencio pensando que si hiciera todo el mundo lo mismo en nuestros parques y bosques, los paseantes serían una suerte de mimos paralizados con los ojos mirando al cielo.
El final de este sendero era de nuevo la carretera, pero en lugar de continuar por ella, tomamos una nueva senda que, entre tupidos bosques y cuando la luz del día comenzaba a escasear, nos llevó de nuevo hasta cerca de las oficinas de entrada al parque.

 
 
 

Según leí, fuera del parque, también cubierto de bosques, es posible hacer estupendas y largas excursiones. Esto no sucede en su interior porque todos los senderos están comprendidos entre la entrada al mismo y el comienzo de la subida a la montaña. Y creo que esto es así para evitar que la gente tome otros caminos, y pueda acceder a la gran mole granítica sin pasar por taquilla.

Por la noche volvimos al salón a charlar y a tomarnos una cerveza, pero ya no fue la fiesta de la noche anterior. Como al día siguiente nos marchábamos hacia Sandakan, Chris nos preguntó si se podría unir a nosotros, a lo que le dijimos que por supuesto. Pero a la mañana siguiente no le encontramos.
Tras un nuevo y estupendo desayuno, el 7 de marzo a las 10h30 de la mañana, cogimos el autobus que nos llevó en casi cuatro horas hasta Sandakan, en el centro de la costa este de Sabah. En el autobus iba Helen, una chica belga que sabía español por haber estudiado un año en Salamanca. Con ella estuve charlando largo rato y abrillanté mi lengua materna (y paterna).
El paisaje era fundamentalmente de palmeras de aceite, un árbol exuberante, pero su monocultivo no deja espacio para la diversidad y la riqueza biológica. Además, por extraño que parezca, en las plantaciones de palmera de Malasia no trabajan malayos, sino indonesios y filipinos, gente más barata y más esclavizable.

Nada más llegar a la estación de autubuses de Sandakan rechazamos las suculentas ofertas de los taxistas para acercarnos hasta el centro, y según salimos a la carretera, paró una furgonetilla colectiva que nos dejó a pocos metros del paseo marítimo de la ciudad. Caminando nos encontramos a nuestro esquivo y finlandés amigo Chris, que había llegado una hora antes y que estaba alojado en el dormitorio colectivo de una posada cercana. Y para allá que nos fuimos.


Sandakan fue tiempo atrás (no sé si en época de Sandokan, el tigre malayo) el lugar del mundo con mayor concentración de millonarios. Ahora sigue siendo un lugar próspero debido al comercio de pescado, de nidos de pájaros y del cultivo de la palmera de aceite. Es una ciudad donde parar, pues es amigable y con facilidades para el viajero. En su paseo marítimo es posible comer de todo a precio razonable y disfrutar de un agradable ambiente nocturno.
Por mi parte, había llegado hasta este punto para visitar en Sepilok el Centro de Rehabilitación de Orangutanes, el pacífico e inteligente mono tan esquilmado actualmente por la ultra voraz destrucción del bosque en Borneo.

Tras comer y reposar debidamente, Ania, Elena, Chris y yo decidimos ir altogether a dar un paseo por la ciudad, pero la cosa rápidamente se convirtió en un continuo esperar a Chris, que se paraba en toda tienda y puesto de frutas a preguntar sobre variedades y precios, sopesar ejemplares y valorar colores. Ania rápidamente se cansó de la situación y se fue por su lado, mientras que Helen y yo andábamos siempre a la espera, riendo del "ligero" egocentrismo del amigo venido del frío.

 

                                                                 
Por la noche me fui con la belga a tomar unas cervezas en una terraza al borde del mar, mientras en el local sonaba música romanticona y melancolónica. La charla que la eché esa noche a la pobre chica fue de las mareantes, pero es que tenía que hacer funcionar de nuevo mi cerebro al ritmo adecuado. A estas alturas del viaje y con tanto inglés, mi cerebro ya trabaja en la lengua de la pérfida Albión. Eso en principio sería magnífico, pero mis cochambrosos conocimientos hacen que la calidad y complejidad de mis pensamientos sean comparables a los del señor orangutan.

Al día siguiente, los cuatro magníficos nos fuimos al centro de Rehabilitación de Orangutanes de Sepilok, una de la mayores atracciones turísticas de Sabah. Tuvimos que esperar lo suyo hasta que salió el autobus, tiempo que invirtió el finlandés en comprar y devorar enormes cantidades de fruta. Cuando llegamos al centro, Chris dejó una considerable montaña de cáscaras y pieles en el suelo del vehículo para nuestro común sonrojo. Mucho ecologismo pero poco civismo.

El centro de rehabilitación, un bonito complejo de casas de madera y jardines, estaba cerrado hasta la tarde, pues resulta que tan solo se puede hacer la visita a la hora en que se da la comida a los monos, pudiendo en ese momento contemplarlos y dar un corto paseo por los alrededores. Lo asombroso era lo elevado del precio para los extranjeros, que debíamos pagar seis veces más que los nacionales. Además, si se querían hacer fotos (suprema extravagancia) había que pagar otro extra.
Después visitamos el centro de interpretación, donde había un lugar destinado al apadrinamiento del animalillo con el lema "Tu puedes salvar a los orangutanes". Esto acabó de mosquearme por completo porque según mi lógica, la manera de salvar a los orangutanes es manteniendo su entorno y no pagándoles una pensión, que el bicho no necesita ropa, ni cigarrillos, ni internet.

Una persona (humana) nos recomendó que para hacer tiempo podríamos ir al Centro de Descubrimiento del Bosque Lluvioso, a unos dos kilómetros. Para allá que nos fuimos las dos chicas y yo, porque Chris había ido a alojarse a una de las posadas de los alrededores. Como nos extraviamos cogiendo una carretera equivocada, Ania dijo que ella se volvía y seguimos Helen y yo.
Un indígena nos preguntó que a dónde íbamos, y nos informó de que ese no era el camino, por lo que se ofreció a llevarnos en su coche.

El Centro de Descubrimiento resultó ser un lugar magnífico con un bonito lago, árboles gigantescos y un paseo canópeo mediante un gran puente metálico que avanzaba a través de la selva, y en cuyos tramos intermedios tenía unos altos miradores. Si bien no era tan largo y aventurero como el de la selva de Taman Negara, merecía mucho la pena su paseo.

 
 
 
 
 
 
 
                                                 
Tras hacer este recorrido y alguno otro a nivel del suelo, Helen me dijo que era momento de regresar al Centro de Orangutanes si es que queríamos llegar a tiempo de tan magnífico acontecimiento. Yo le respondí que no iba, que prefería quedarme caminando por la selva a que me tomaran el pelo en aquel lugar.
(NOTA: puede parecer extraño que llegue hasta este territorio tan recóndito del mundo para ver orangutanes y que finalmente decida no verlos, pero es que uno tiene su carácter, oiga).
En el rato que estuve caminando me dio tiempo a hacer el sendero más largo del parque y a visitar su árbol más alto, de unos 80 metros.

 
 
 
 
 
 
 
                                                      
Llegué a la salida a tiempo para coger el autobus de vuelta a Sandakan, donde iban las dos chicas. Ania finalmente tampoco había querido entrar a ver a los orangutanes, pero en su camino de regreso en solitario había coincidido con una familia de monos que también regresaban, y estaba de lo más satisfecha. Helen me contó que en el centro de rehabilitación solo había un orangután, y que el paseo por el parque del interior era algo así como raquítico.

Por la noche nos fuimos a cenar y a tomar unas cervezas a la terraza de la noche anterior. Cuando llegamos la música era tipo máquina del peor de los gustos, pero con el tiempo volvieron a poner canciones de estilo romanticón y melancolonicón.
Antes de dormir estuve intentando pasar fotografías desde el ordenador (que estaba casi lleno) hacia el disco duro externo, pero este se resistía a funcionar correctamente y me resultaba imposible ni leer ni transferir los contenidos. Esto me dejó seriamente preocupado porque aquí tenía todas las fotos en RAW de mi viaje, mientras que en el portátil solo almacenaba copia de los JPEG en baja calidad.

A la mañana siguiente nos fuimos toas a la oficina de turismo. Ania y yo preguntamos por los autobuses a Tawau, junto a la frontera con Indonesia, y por los barcos hasta Sulawesi. La informanta nos dijo que el autobus ya no lo podríamos coger ese día porque partía a las 10 de la mañana. Llamó al consulado de Indonesia para enterarse de los barcos, pero no le pudieron dar información, que los indonesios son muy suyos.

De regreso en el hostal, contradiciendo a la señora de la oficina de turismo, nos dijeron que sí que había ese día más autobuses hasta Tawau y que si nos apresurábamos, aún teníamos tiempo de cogerlo. Por ello, y ante la duda, decidimos hacer el equipaje rápidamente y marchar. Este hecho, como se verá al final de este extravagante relato, fue fundamental para el buen devenir del viaje.

Cuando llegamos a la estación nos informaron de que ese día ya no había autobuses para Tawau, y que había que esperar hasta las diez de la mañana del día siguiente. Un conductor nos dijo que nos podría llevar en su todoterreno siempre que apareciera más gente hasta completarlo, por lo que esperamos allí un rato. No convencido con esta situación, me puse a preguntar en los distintos autobuses que partirían en las siguientes horas, por si desde alguno de sus destinos sería posible continuar el viaje hasta Tawau. En el que iba hacia Ladah Datu me dijeron que desde allí podría llegar en el mismo día hasta la ciudad fronteriza, así que compramos los billetes y partimos a las dos de la tarde.
En Ladah Datu esperamos media hora hasta que se llenó un todoterreno y por fin, a las nueve de la noche, llegamos a Tawau.
Como era la segunda vez que estaba en la ciudad, resultó de lo más fácil encontrar el hotel regentado por los amables chinos. Después nos fuimos a uno de los bulliciosos restaurantes al aire libre del paseo marítimo y cenamos de forma pantagruélica. Le dije a Ania que aprovechara para beber cerveza porque en Indonesia es más escasa y cara que el oro.
A la mañana siguiente, antes de desayunar, me marché a visitar el puerto para informarme de los horarios de barcos para Nunukan, la cercana isla de Indonesia. El primer barco salía a las once de la mañana y el segundo, a las tres de la tarde. Casi por casualidad comenté en la oficinita de venta de billetes que mi intención era ir desde allí hasta Makassar, la capital de Sulawesi, y la mujer me dijo que entonces estaba de suerte, pues esa misma tarde, a las siete, salía desde Nunukan el ferry mensual a Makassar y que efectivamente, cogiendo el barco a las tres, tendría tiempo de sobra para embarcar.

Contento y feliz como una lombriz volví al hotel y le comuniqué la buena nueva a Ania. Y como además teníamos tiempo, fui a comprarme un nuevo disco duro externo para poner a salvo mis queridas y trabajadas fotografías.
Después de desayunar volvimos al hotel, recogimos nuestros equipajes y marchamos para el puerto, donde esperamos largo rato hasta que abrieron las oficinas de las aduanas.
La cosa salía con una optimización y sincronía que habría dejado atónitos a astrólogos sumerios y tibetanos, y todo gracias a la información errónea sobre el autobús de Sandakan a Tawau. ¡Guau!


8 comentarios:

  1. ¡Qué tal Juanjo! Qué bien que hayas recuperado tus costumbres blogeras, que nos tenías en ascuas. Por lo que se ve en las fotos, el parque del Kinabalu parece una pasada, aunque es una pena que no pudierais subir la montaña (que menudo timo, por cierto). Espero que lo del disco duro no sea grave, porque si se fastidia te vas a tener que tirar otros 14 meses en hacer el recorrido inverso, para recuperar las fotos.
    Bueno chavalote, ya nos contarás que tal por Sulawesi en tan agradables compañías. Un abrazo, y hasta pronto.
    David.

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  2. La fórmula de la felicidad: carnet de conducir, mujer e hijos.Cuando el pobre hombre se divorcie y la mujer se quede el coche ¿qué futuro le espera?
    YO PARA SER FELIZ QUIERO UN CAMIÓN (y una novia en cada puerto, como miamigo Juanjo)

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  3. Péinate un poco que los pelos te comen la cara Juan José.

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  4. Tranquilo K^oji: en Bangkok me cortarE el pelo, bueno, me lo cortarAn...

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  5. hola sr juan ¿cómo estás? Realmente extraño a la aventura con usted. Actualmente estoy preparando un documental sobre las tradiciones culturales del pueblo Yansu. si alguien quiere pedirle que por favor, visite mi blog www.khajock.com
    gracias

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  6. Mr Anónimo: no haber extraña página usted www.khajock.com

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