domingo, 8 de mayo de 2011

EL HOMBRE VIENE DEL COCO (ALREDEDORES DE SENTANI Y JAYAPURA, PAPÚA)

4 de mayo de 2.011. La espera en el aeropuerto de Wamena, en el valle de Baliem, fue larga, pero a las doce y pico de la mañana por fin aterrizó el avión de Merpati Nusantara (compañía con cierta tendencia a los accidentes), y menos de una hora después volvió a retomar el vuelo conmigo dentro. Sobre las dos de la tarde llegué a Sentani, cerca de la costa norte de Papúa.

El aeropuerto está anexo a la ciudad, por lo que caminando busqué el hotel más económico según la guía. No tardé ni diez minutos en llegar y en alojarme. Los precios papúos me invitaban a un último esfuerzo de austeridad, también conocido como tacañería, lo cual puede llegar a desembocar en la sordidez. La habitación fue de lo más espartana.
Sentani está situado a 30 kilómetros de Jayapura, la principal ciudad de Papúa, y está enclavado entre el muy fotogénico lago de Sentani y las montañas Ciclópeas, que se alzan frondosas, nubosas y verticales hasta los 2.158 metros.
La ciudad está vertebrada por un avenida-carretera con mucho tráfico, y en sus calles está ausente cualquier tipo de belleza y buen gusto. Salvo por el toque natural de la pared boscosa de las Cliclópeas, la ciudad es todo hormigón, basura, obstáculos y agujeros.

Mi primera tarde en Sentani la dediqué a caminar hasta llegar a un centro comercial donde busqué una solución para mi calzado, cuyos arreglos necesitaban de una continua puesta a punto. Opté finalmente por dejar cualquier posible compra para un destino más fiable, seguramente la misma España. La solución, de nuevo provisional, fue hacerme con pegamento para aguantar el tirón, que ya no debía ser mucho.

El día no dio para más actividades porque las seis de la tarde eran realmente las seis de la noche. Aproveché, eso sí, para navegar en un internet medio decente y para trabajar en la selección y ordenación de mis numerosas fotografías.


El 5 de mayo decidí hacer una visita al sitio megalítico de Tuturi, en la población de Doyo Lama, junto al lago Sentani. Para llegar hasta allí me dirigí caminando a la estación de autobuses y esperé a que partiera un pick-up que me dejó en unos quince minutos junto a la aldea. El sitio megalítico estaba algo desastrado, en su entrada había un centro de interpretación cerrado y abandonado. También estaba cerrada la puerta de entrada a la finca, pero como no tenía previsto volver a Papúa en un tiempo, decidí colarme como buen explorador al que no le detienen las pequeñas dificultades.
Era una amplia finca que ocupaba una colina adyacente a Doyo Lama. Estaba plagada de piedras negras de origen volcánico y las de mayor tamaño tenían unos sencillos dibujos de peces, tortugas, lagartos y figuras geométricas, remarcadas con tiza para su contemplación. También pude encontrar algunos dibujos de reciente elaboración realizados por los herederos culturales, o por bromistas. Además había algunos lugares con piedras alineadas.
         

Había un cómodo camino de hormigón que lo recorría zigzagueante hasta llegar a lo alto de la colina, lugar de adoración.
En la cima había multitud de piedras clavadas en el suelo, y encontré una pequeña ofrenda a los dioses o a las fuerzas de la naturaleza, en forma de caramelos y cigarrillos. Como yo también llevaba caramelos, quise agradecer a quien fuere lo bien que me había ido en el viaje.
         

El arte que aquí se encontraba no era demasiado llamativo, no eran muchas las piedras que contenían dibujos y estos no eran precisamente un dechado de virtud. Las alineaciones de piedras no me hacían recordar a Menga, Piedra Gentil, Carnac o a Stonehenge. Los papuós han sido siempre modestos: unas pequeñas piedrecitas sabiamente dispuestas fueron suficientes para sus labores místicas.
        

Desde la colina de Tuturi había unas maravillosas vistas sobre el lago Sentani, las llanuras de alrededor y los montes Ciclópeos, totalmente cubiertos por negras nubes.


Además, entre la maleza había una gran cantidad de plantas carnívoras de la familia nephentes, con forma de copa y con tapadera. Esta planta tiene en su interior un líquido que atrae a los insectos, al introducirse cierran la tapa y el mismo líquido hace de jugo digestivo. Cuando un arbusto tenía muchas de estas plantas juntas me recordaban a los campos de nabos.


En la colina de Tuturi estuve varias horas porque hice una exploración muy minuciosa con la esperanza de descubrir algo novedoso. No hayé ni tesoro ni misterio, aunque por lo curioso del lugar y sus espléndidas vistas, la visita bien mereció la pena.

Panorama de 180º del lago Sentani desde la colina de Tuturi con la aldea de Doyo Lama en primer término

Después del sitio megalítico visité Dayo Lama, una aldea al borde del lago con iglesia y casas sobre pilares. Allí me encontré con unos chavalines que jugaban a la pelota y me uní a ellos un rato.


Después continué por la carretera y me subí a una colina aledaña donde había una maravillosa vista del lago y los alrededores.


El cielo estaba ya muy amenazante y comprendí que era momento de regresar. Decidí hacerlo caminando por la carretera hasta que pasara alguna furgoneta en dirección a Sentani. Me crucé con un motorista que me saludó y que al poco dio la vuelta y paró junto a mi. Iba acompañado de una chica muy guapa y me preguntó qué hacía por allí. Le respondí que había visitado el sitio megalítico y el lago, y que regresaba caminando. Se rió y me dijo que le encantaría que me uniera a ellos porque estaban haciendo una excursión fotográfica. Le respondí que esa era una estupenda idea.
Él se llamaba Joko y ella Gratia. Me explicó que era fotógrafo y Gratia modelo, y que iban a hacer una sesión de fotos. Cuando estábamos hablando sobre dónde dirigirnos, paró un coche de la policía y nos preguntó qué diablos hacíamos allí. Joko les explicó nuestras intenciones y los policías se quedaron todo el tiempo observando nuestra actividad.

Subimos a una de las colinas y entre piedras, maleza y algunos árboles, comenzó la sesión. Yo sólo miraba, pero Joko me insistió que también hiciera fotos. Al principio anduve bastante perdido, pero después de unos encuadres y disparos sin ningún criterio empecé a cogerle algo más de tino al asunto. No se puede decir que hiciera un gran trabajo, pero aquí pongo unas pocas de las que realicé en esta mi primera (y única) sesión con modelo.


Al poco se puso a llover y aunque intentamos aguantar, finalmente Joko dijo que lo mejor era marcharse. Cuando regresamos a la carretera, la patrulla comprobó que no habíamos hecho nada demasiado extraño, se despidieron y marcharon. Joko me preguntó que si me apetecía y no tenía otros planes, me podría mostrar los alrededores de Sentani y Jayapura que él conocía muy bien. Le respondí que eso era una estupenda idea.
Él debió suponer que yo habría puesto alguna reticencia a su ofrecimiento, pero al comprobar que yo estaba encantado, sonrió y se sintió muy alagado y feliz. Me preguntó dónde estaba alojado, paró a un motorista y le explicó donde ir, me monté y las dos motos nos dirigimos bajo la lluvia a mi hotel.

Una vez allí nos sentamos en el lobby y les invité a unos cafés. Gratia hablaba muy buen inglés y muchas veces ayudaba a Joko a explicarse. Este me contó que era profesor de primaria en la escuela de su pueblo, a unos kilómetros de Sentani, que también se dedicaba a la música, pues era compositor y multiinstrumentista, y además hacía fotografías y estaba realizando un documental en vídeo sobre la cultura y tradiciones de una tribu de los alrededores.

Joko me preparó un detallado programa para visitar todo lo habido y por haber al día siguiente, y al segundo me propuso visitar un poblado tradicional a unos sesenta kilómetros en el interior, donde vivía la tribus a las que les estaba haciendo el documental. Me dijo que lo mejor iba a ser ir dos días al poblado porque estaba lejos y con uno solo no daba tiempo suficiente para conocerlo bien. La pena era que yo no contaba con tanto tiempo; le expliqué que ya tenía los vuelos hasta Bangkok para el día 8 de mayo y que no me era posible retrasarlo.
Joko no tenía coche, solo moto, por lo que Gratia no podría venirse con nosotros. Quedamos para el día siguiente a las 9 de la mañana.

El día 6 se despertó muy lluvioso, las montañas Ciclópeas atrapaban las nubes con fuerza. Bajé al lobby y al rato de esperar, Joko llamó por teléfono al hotel. Me dijo que esperara hasta que terminara la lluvia porque con la moto no iba a ser posible hacer las visitas.
Cuando apareció me trajo un regalo, una pintura tradicional en un lienzo confeccionado con corteza de coco. Finalmente salimos a las doce de la mañana.

En primer lugar nos dirigimos al campamento del General McArthur, situado dentro de un área militar restringida, y sobre una alta colina que dominaba de forma espectacular todos los alrededores.

Panorama de 180º de Sentani desde el campamento McArthur

Al final de la Segunda Guerra Mundial los japoneses habían tomado el oeste del Pacífico y Papúa fue un área de fuertes combates. El general McArthur instaló en este lugar su cuartel general para dar cobertura a la guerra en el Pacífico.


Cuando estábamos visitando el monumento conmemorativo y admirando las vistas del lugar apareció un amigo de Joko, un motero de pelos rastas acompañado por dos chicas musulmanas. Los tres eran de lo más simpático, y las chicas me contaron que eran periodistas de Jakarta que estaban haciendo un reportaje sobre Jayapura y sus alrededores.


Después nos dirigimos a Kal Kothe, un puerto del lago Sentani cercano a donde Joko tenía su escuela. Allí saludó a varios de sus alumnos, uno de los cuales tenía un laberíntico corte de pelo.


Entre sus alumnos también estaban unos niños que estaban disfrutando de lo lindo saltando al lago desde el muelle, desde donde había unas estupendas vistas de una las islas con una aldea en sus orillas.


Como en el puerto había varios puestecitos de venta de betel, el fruto que casi todos los papúos mascan, Joko me propuso probarlo y le contesté que por supuesto. Con la ayuda de un señor que él conocía me enseñaron cómo tomarlo.


El betel se ha de pelar, aunque también se puede mascar con la cáscara. Se mete en la boca y se comienza a masticar. Después se hunta con cal la punta de un tallo y se introduce en la boca. Al mascar la mezcla se produce una reacción química que libera los principios activos del fruto, que es tonificante, antiséptico y medicinal. Es amargo, pero no demasiado, y se saliba mucho. La mezcla resultante es de color rojo que tiñe dientes y labios. A cada poco hay que escupir porque no es bueno tragarlo. Joko me aseguraba que su uso continuado da vitalidad y salud, además de unos dientes sanos y fuertes. Yo no sabía hasta qué punto esto era cierto porque había visto a muchas personas masticando betel que tenían unos dientes horribles.


Continuamos nuestro camino en moto mientras yo seguía masticando y salibando a lo loco. A cada instante tenía que escupir, pero sobre la moto me resultaba dificil acertar a poner todo el líquido lejos de mi.
Comenzamos a subir una colina y repentinamente la moto se paró. Se había quedado sin gasolina. Entonces sacó de su mochila un walkie-talkie para intentar ponerse en contacto con sus amigos de la zona, pero en ese momento no había nadie disponible. Pero no cundió el pánico: en Indonesia estas cosas nunca son un problema porque la gente se ayuda con toda naturalidad.
Al poco pasó por allí un chico en su moto. Joko hizo gestos para que parara, le explicó que necesitaba gasolina y le dio dinero para que le trajera una botella. En menos de cinco minutos estaba de regreso, y problema solucionado.

Seguimos hasta lo alto de la colina donde vivían unas gentes que Joko me aseguró que eran su familia. Me resultó extrañó porque mientras que él era de origen célebe (isla de Sulawesi), esta gente eran negritos papúos.
Saludamos a varios hombres que, sobre unas hojas, estaban troceando un perro para comérselo. El perro era muy feo y la escena también.


Más agradable fue saludar a las mujeres y niñas de la familia que en ese momento no estaban descuartizando nada.


Esta colina, llamada Buper, era un mirador excepcional porque a un lado se veía el lago Sentani, y al otro la bahía de Humboldt (Jayapura) con el Océano Pacífico.


Panorama de 180º de Jayapura y la bahía de Humboldt desde la colina de Buper

Por la maleza Joko encontró dos pajarillos y los recogió. Yo le pregunté que qué pensaba hacer con ellos, y mientras se los guardaba en un bolsillo de su chaqueta vaquera, me dijo que los iba a proteger porque allí solos, en medio del mundo, corrían un gran peligro.


Después continuamos hacia Jayapura, la ciudad más importante de la provincia de Papúa, y la atravesamos sin detenernos. Nuestra idea era dirigirnos hasta la frontera con Papúa Nueva Guinea.
Antes de descender a un valle selvático del interior, paramos en una colina de barro rojo ultrapegajoso, para admirar la bahía de Humboldt con las montañas Ciclópeas y el Océano Pacífico. Mientras observaba el lugar escuchaba el pío-pío de los pajarillos en la chaqueta de Joko.


Panorama de 180º de la bahía de Humbodlt con las montañas Ciclópeas al fondo

Cuando el día anterior estábamos en el hotel, Joko me había propuesto acercarnos hasta la frontera con Papúa Nueva Guinea. Yo le había dicho que sí tan alegremente porque suponía que estaría cerca de Jayapura, pero no lo estaba tanto, eran más de cincuenta kilómetros que trancurrieron por zonas de cultivos, pero casi siempre por selva en una carretera estrecha y en la que tuvimos que tomar varias desviaciones.
Como la carretera estaba prácticamente vacía, Joko aprovechó para poner su moto a todo gas y ganar tiempo, pero a punto estuvimos de ascender directamente a los infiernos cuando nos comimos un bache. La moto dio un salto y yo salí disparado hacia arriba y hacia adelante. Joko pudo controlar la moto, y gracias a que instantáneamente me agarré a su cuerpo, pude evitar salir despedido. Finalmente la cosa fue solamente un susto, pero mi corazón anduvo latiendo veloz durante un buen rato.
La frontera de Jayapura es la única que existe con Papúa Nueva Guinea porque esta es la única carretera que conecta ambos países. Llegamos a las cuatro y media de la tarde, pero la frontera había cerrado a las cuatro.
Desde la barrera indonesia no se veía el puesto fronterizo de PNG, pues había como quinientos metros de tierra de nadie.
Joko habló con la policía y les explicó que había venido desde muy lejos para ver aquel lugar. Estos hablaron entre sí y finalmente nos dijeron que les acompañáramos, pero que fueramos discretos. Los policias montaron en una moto armados con sus ametralladoras y nos escoltaron hasta cerca de la entrada con PNG. Allí nos bajamos, hice y me hicieron unas fotos, y en seguida volvimos.
Pero esta visita rápida y discreta no salió gratis, hubo que pagar el soborno. Si por mi hubiera sido, no habría intentado acercarme al país contiguo, pero Joko creyó que para mi era muy imporante y presionó a los policías. En fin, que esta foto me costó como veinte euros:


Después de salir de la frontera, pero antes de iniciar el largo regreso, le pedí a Joko que parásemos en la entrada de una zona de tiendas de productos típicos de ambos países. Fue una pena porque a esa hora tan tardía (para Papúa) ya estaba todo cerrado y no pude buscar ningún artículo de artesanía tradicional, algo difícil de encontrar porque en estos lugares no existe el turismo.


En el camino de regreso paramos sobre el puente de un caudalosísimo río que avanzaba poderoso dividiendo la selva en dos mientras arrastraba en su corriente grandes troncos y ramas. Joko me dijo que las orillas de ese río estaban plagadas de cocodrilos. Antes de marchar, pío-pío, comprobamos que los dos pajarillos seguían con vida.


Nuestra siguiente parada, ya completamente de noche, fue en el templo budista de Jayapura. Yo le había dicho a Joko que no era necesario ir a visitarlo porque un budista puede levitar en cualquier lugar sin necesidad de templos. Pero para él, cristiano apasionado, las iglesias son muy importantes y pensaba que para mi también lo sería un templo. En medio de la más absoluta oscuridad visitamos el templo situado sobre una colina en algún lugar de las cercanías de Jayapura.


Continuamos luego hasta un criadero de cocodrilos. Cuando llegamos, el lugar debía de estar cerrado desde hacía horas, pero saltamos la valla y nos acercamos a unos estanques donde vivían plácidos los simpáticos saurópsidos hasta que hicieran con ellos cinturones. No se veía absolutamente nada y por supuesto, ni nos planteamos acercarnos al estanque.

Después, muy hambrientos porque no habíamos probado bocado desde la mañana, paramos en un restaurante de Jayapura donde comimos unos estupendos peces. En la espera se oía piar sin fuerza a los pajarillos en la chaqueta de Joko. Los sacó del bolsillo y los pobres ya no tenían un aspecto muy lozano, se les veía agotados y algo despeluchados. Les intentó dar de comer unas migajas, pero estaban desganados. Yo le dije que lo mejor era que les diera agua, así que les acercó una cucharita y los pajarillos bebieron. Joko se alegró mucho y me dijo admirado que yo sabía mucho de la cría de animales. Le respondí que pensar que un bichito tiene sed después de un día de encarcelamiento no es saber nada especial. Le pregunté si había rescatado muchas veces a animales perdidos en la naturaleza, y me respondió que era la primera.

Después de la estupenda y necesaria cena, y cuando yo ya me encontraba ligeramente agotado, nuestra siguiente actividad fue visitar a uno de sus hermanos, Franz Sisqo (ya sabéis, en Papúa ponen los nombres de oídas, como Micky Maus y US-Army), policía, gran aficionado a la fotografía y que vivía en un barrio para policías en lo alto de una colina con un estupendo mirador sobre la bahía de Humboldt.
Estuvimos un ratito charlando en el salón y allí conocí a su mujer e hija. De vez en cuando se oía el leve piar de los pajarillos moribundos desde el bolsillo y Joko los sacó una vez más para ver su estado. Yo no daba ya un duro por ellos, pero no parecía que hubieran empeorado mucho. El agua les había sentado bien.


Después subimos al mirador de la colina y, rodeados de parejas acarameladas que no se tocaban ni un pelo, observamos y fotografiamos la bahía sumida en tinieblas y en luces eléctricas.


Ya bastante tarde Joko me llevó hasta Sentani, a unos treinta kilómetros de Jayapura. Llegué muy cansado al hotel porque toda una jornada en motocicleta resulta una dura actividad, tanto para el que conduce como para el acompañante: la posición e inmovilidad acaba siendo muy dolorosa. Pero no era cuestión de lamentarse, el día había sido estupendo y para el siguiente, Joko me tenía preparada la guinda.

El día 7 de mayo, mi último día en Papúa y de alguna manera, mi último día de aventuras en La Media Vuelta al Globo, Joko vino a recogerme sobre las diez de la mañana. Por delante teníamos un largo trayecto.
En seguida le pregunté preocupado qué había pasado con los pajarillos y me contestó que cuando por la mañana los observó, se les veía débiles y tristes, así que había decidido devolverlos a la naturaleza.

Subí a la moto de mi amigo y en seguida nos pusimos en camino. La carretera era la misma que yo había tomado el primer día de visita. Pasamos por Doyo Lama y después bordamos durante muchos kilómetros la margen del bello lago Sentani.

 

Animado por Joko, que me decía a cada instante que si veía un lugar fotogénico se lo dijera y paraba sin problema, estuve haciendo multitud de fotos de aquel lugar de paz y sosegada belleza.


Las condiciones de luz de la mañana eran muy buenas, con tonos suaves y delicados porque el cielo, parcialmente nuboso, ayudaba a que el sol no incidiera con demasiada fuerza sobre el paisaje.


Era extraño ver estas redondeadas colinas cubiertas de hierba cuando deberían haber estado llenas de selva, pero leí que fueron taladas cuando el General McArthur construyó su cuartel para evitar que el ejército japonés llegara a través de ella sin ser detectados.


Una vez fotografiado con fiereza el lago seguimos camino hacia el interior. Atravesamos zonas de cultivos y selva, valles y colinas en dirección a la población de Yansun, a unos 60 kilómetros de Sentani.
El viaje no se me hizo especialmente duro porque paramos en muchas ocasiones para hacer fotos y eso no permitió descansar y estirar las piernas.

A punto de llegar a Yansun abandonamos la carretera asfaltada y cogimos un camino de tierra rodeado de árboles. Al poco llegamos a una casa en cuyo porche había una gran cantidad de objetos artesanales. Esperábamos encontrar a Junus Udam pero en ese momento no estaba. Joko era su amigo porque uno de sus hermanos había estado trabajando en la zona. Como Joko estaba muy interesado en la cultura papúa, su hermano se lo presentó y desde entonces lo visitaba asiduamente para realizar un documental sobre las tradiciones de este pueblo.


Después de esperar un rato apareció Junus Udam, que se llevó una gran alegría al vernos. Era un hombre menudito, tuerto y cojo, miembro de la tribu de los cocos y artesano que elaboraba objetos tradicionales para ser utilizados en ceremonias y festivales de su pueblo.
Me mostró y explicó algunos de los objetos y yo aproveché para darle alguna ropa que no iba a volver a utilizar.
Joko me comentó que Junus Udam estaba en ese estado físico tan lamentable porque una vez le cayó un rayo pero no le mató, tan solo le había afectado a la mitad izquierda de su cuerpo.


Sentados en el porche de su casa, Junus nos contó la historia de su pueblo:

los hombres que vienen del coco

Hace mucho tiempo un padre le dio a su hijo dos cocos para que los llevara en su bolsa al poblado, pero le advirtió que en el camino no debía parar ni cazar. Internado en el bosque comenzaron a brincar a su alrededor una multitud de animalillos y el hijo, asombrado con tanto bicho junto, dejó la bolsa con los cocos bajo un árbol y se fue a cazar con su arco y sus flechas. A pesar de que era una persona habilidosa, no conseguía matar a ninguno. Entonces recordó que su padre le había dicho que no cazara, así que asustado volvió a recoger la bolsa. Al llegar, los dos cocos se habían transformado en dos bellas mujeres que se reían de él. Apurado regresó a casa de su padre con las dos mujeres y el padre le dijo que ante tal desaguisado tendría que casarse con ellas. Así lo hizo y sus hijos y sus descendientes son los hombres que vienen del coco.
Estos hombres tienen poderes mágicos sobre los cocoteros y orando sobre ellos, pueden hacer que el árbol deje de dar cocos o que vuelva a darlos en caso de que no lo haga.


Después de la historia del génesis de su pueblo, Junus Udam nos sugirió que podríamos ir a visitar al resto de su tribu, a lo que le dijimos encantados que sí. Fue a buscar a un chico para que le llevara en su moto, y los cuatro nos fuimos a la aldea originaria de los cocos avanzando por senderos en la selva.

Llegamos a un poblado y fuimos a la casa donde vivía la familia de Junus. Allí estaba su tío, un señor mayor y grandote vestido con una camiseta con la bandera de Papúa Nueva Guinea. El tío era el jefe de los hombres que vienen del coco y conocía y era depositario de todos los secretos mágicos de su gente, y era el que estaba oficialmente capacitado para hacer parar o reanudar la producción de frutos en los cocoteros. Cuando el tío se muera, Junus Udam será el jefe de su pueblo.
La familia me recibió con gran amabilidad y les hice algunas fotos. Entre los miembros de la familia hasta había una mujer guapa.


El tío me dijo que si queríamos, podríamos ir al segundo lugar sagrado de su pueblo. Le dije que adelante y fuimos caminando un largo trecho subiendo una cuesta.
Pregunté si toda la gente que vivía en aquella aldea eran hombres que venían del coco y para mi sorpresa me dijeron que no, que por ejemplo, los vecinos de en frentre venían de los ratones. Pero lo más sorprendente es que en toda esa zona había hombres que venían de las serpientes, de los perros, del bambú, del agua, de los cerdos, de la sangre y de los cangrejos. La verdad es que para tanta diversidad, yo los encontraba a todos muy parecidos.
En el camino nos encontramos con varios jefes de las gentes que venían de vaya usted a saber qué, y cada vez que paraba a saludar me insistían en que les fotografiara para dar a conocer su cultura en el mundo.


Pasamos por delante de una cabaña de reuniones de la comunidad y después paramos en una casa que tenía pintado en su friso superior la historia de los del coco.

 

Por el camino se nos fue uniendo las gentes del pueblo de los hombres que vienen del coco y todos juntos llegamos a un alto donde había una cabaña y que era el lugar sagrado número dos. Desde allí había una bonita vista sobre el valle por el que habíamos llegado desde Sentani y también se podía observar muy a lo lejos la bahía de Humboldt.


Sentados en la cabaña del lugar sagrado número dos me ofrecieron tomar betel y accedí, así que empecé a mascar y ha escupir, tarea que me acabó resultando algo desagradable e incómoda. Joko me sugirió que hiciera todas las preguntas que quisiera sobre su cultura y costumbres y que él me hacía de traductor.

Les pregunté por el lugar sagrado número uno. Me dijeron que estaba algo lejos, sobre una colina, y que aquel lugar era muy importante y poderoso porque allí aparecieron los primeros seres humanos que luego se distribuyeron por todo el mundo. Me aseguraron que yo y también tu, amigo lector, venimos de ese lugar. Como es tan importante, está custodiado por una tribu, y para visitarlo primero habría que obtener su permiso, lo cual no era difícil, pero llevaba su tiempo, porque habría que llegar y sentarse, hablar con ellos, explicarles las razones de la visita y una vez recibido el consentimiento y acompañados por ellos, sería posible visitar el lugar.


Me explicaron que el hombre blanco viene de los cocos amarillos y yo les pregunté si todas las demás personas, los que vienen de los ratones, de las serpientes, del bambú, etcétera, también tenían una leyenda de su origen y poderes, y me respondieron que sí, que cada grupo conocía cómo aparecieron en el mundo y sabían cómo conjurar el árbol o animal de su origen. Me explicaron que por ejemplo, los hombres que vienen de la sangre pueden hacer medicina. Para ello, derraman su propia sangre en un cuenco, la mezclan con diferentes ingredientes y con unos conjuros secretos, esa mezcla era capaz de curar.


Les pregunté si estaba permitido que las personas de diferentes orígenes se mezclasen y me dijeron que por supuesto, que lo que estaba prohibido era que se casasen dos personas que vienen del coco o de los cangrejos, o de los canguros. Se debían casar entre diferentes grupos, la mujer se iba a vivir con la familia del hombre y los hijos eran descendientes de la familia del hombre.

Entonces me trajeron un coco y me lo dieron para que lo bebiera, que para ellos no había mejor bebida que esa. Intenté bebérmelo todo, pero no pude porque era un coco con una enorme cantidad de agua.
Después me mostraron unas piedras sagradas muy poderosas y antiguas, pero no me enteré muy bien para qué servían.


Cuando la noche se iba echando encima comenzamos el regreso. Junto a nosotros venían una enorme cantidad de personas, prácticamente todos los del coco. En el camino iba saludando y todos querían que les fotografiara para darlos a conocer. Luego paramos delante de un cocotero de cocos amarillos y me aclararon que yo, como hombre blanco que era, venía de esos cocos. Siempre es bueno saberlo.


Después también me mostraron herramientas tradicionales confeccionadas en piedra, y por último, antes de marcharnos definitivamente, Junus Udam dijo que esperáramos, que tenía que regalarme una cosa. Desapareció y al cabo de un rato regresó montado en la moto.


Venía con una especie de corona, hecha de coco, por supuesto, y en una ceremonia improvisada y rodeado de la multitud, me coronó como gran amigo del pueblo de los hombres que vienen del coco. Fue un gran honor para mi.

Me despedí de estas gentes tan agradables, simpáticos y... surrealistas. Había terminado encantado con ellos porque mis anteriores experiencias  con los papúos habían sido con los del valle de Baliem que, como suele ser normal con las personas que viven en las montañas, eran de un carácter mucho más duro.
Nos despedimos dando la mano a todos y, prometiendo volver algún día si podía, les dije que escribiría sobre ellos y publicaría las fotos para que las gentes del mundo supieran que su origen estaba allí. Y eso es precisamente lo que estoy haciendo ahora.


El regreso fue durísimo. Era completamente de noche y al comienzo, por el sendero en la selva lleno de baches, fuimos dando brincos. Gracias a que Joko se manejaba con maestría con la moto, no nos fuimos al suelo en ninguna ocasión. Luego llegamos a la carretera y comenzamos el largo retorno.
Paramos en un poblado donde Joko quería comprar algo de comida, llegamos a la tienda y en ese momento se fue la electricidad y ya no volvió. Además no les quedaban alimentos.
Seguimos el camino de regreso y yo, después de la larguísima jornada del día anterior, más todo lo que llevaba ese día montado en la moto, tenía un fuerte dolor de culamen y también en las ingles por la posición forzada que había mantenido durante horas.

A diferencia de la ida, en la que paramos en muchas ocasiones para hacer fotografías, la vuelta la hicimos del tirón, sesenta kilómetros por una carretra en la selva. Yo tenía un dolor espantoso, pero hacía todo lo posible por aguantar y aguantar. A cada momento intentaba cambiar de posición, pero en la parte de atrás de una moto no hay muchas opciones.
El trayecto se me hizo eterno y cuando ya estábamos entrando en Sentani no pude más, creía que jamás podría volver a menear el bullarengue, por lo que le pedí a Joko que parásemos, por dios. Lo hicimos junto a un puesto de comida callejera y aprovechamos para comprar la cena: una vez más no habíamos comido en todo el día, pero Joko me invitaba a su casa para cenar.


Compramos una especie de empanada y unos dulces muy ricos, y más adelante paramos en una licorería donde compramos unas cervezas.
Joko vivía con sus padres y sus hermanos pequeños. En seguida que llegamos nos pusimos a cenar todos juntos, y después salimos al patio a charlar y a bebernos las cervezas. Los padres de Joko hablaban inglés. La madre había sido profesora y había estudiado en Canadá. El padre había sido un técnico de la mina a cielo abierto de Grasberg, en la que trabajan 20.000 personas, y es la mayor mina de oro del mundo y la tercera de cobre.

La hermana más pequeña había ganado el primer premio del concurso a la mejor alumna de inglés de Papúa, pero por su extrema timidez con los extranjeros, en ningún momento abrió la boca y no pude admirar su don de lenguas.


Cuando ya eran más de las once de la noche me despedí de mis anfitriones y como estaba lloviendo, Joko cogió el todoterreno de sus padres y acompañado de dos de sus hermanas, me acercó hasta el hotel, que distaba unos quince kilómetros de su casa. Al despedirnos nos dimos un abrazo y me preguntó si me había gustado la experiencia. Le contesté que no podría haber tenido un mejor colofón a mi Media Vuelta al Globo.
Y era cierto, tener la suerte de hacerme con un amigo tan superlativo y haberme llevado a tantos lugares de interés, haber estado con su familia y sobre todo, haber visitado a los hombres que vienen del coco, había sido una experiencia extraordinaria.

Se alegró mucho de mis palabras y casi se le saltan las lágrimas porque se sentía muy feliz de haber vivido juntos esas aventuras. Nos despedimos con el ánimo de volvernos a encontrar alguna otra vez.
Por cierto, para los interesados en seguirle la pista, esta es su web (percutid).

Esa noche no tuve mucho tiempo para descansar, mi avión partía a las 7h45 camino de Jakarta.
Aunque iba con notable sobrepeso: mochilón con hacha de piedra en su interior y una caja con máscaras guerreras, no hubo ningún problema para coger la primera aeronave.

Todos los aviones de Papúa hacen escala en Makassar (capital de Sulawesi) por lo que allí tuve que bajarme y esperar una hora y pico a que el avión continuara su viaje hasta Jakarta.

Llegué a la capital de Indonesia cumpliendo estrictamente el plan de vuelo, por lo que disponía de más de tres horas hasta el siguiente, que me llevaría hasta Bangkok.
Lo primero que hice fue dirigirme a facturar mi equipaje a la compañía LowCost, falsamente barata, porque aquí el sobrepeso ya sí que fue un problema, y muy caro. Tuve que pagar un pastoncio por los seis kilos de más que llevaba. Una vez pasado el mal trago, me dirigí al área internacional.
Cuando llegué a la aduana entregué mi pasaporte y el policía lo introdujo en el lector. Me preguntó que si tenía extensión de visado y le respondí que no ¿por qué lo iba a tener, señor agente? pues porque me había pasado un día en la estancia en el país. Había entrado el 9 de marzo y salía el 8 de mayo, 61 días según la máquina, uno más de lo permitido. A parte de mi cuenta errónea: creía que había clavado los 60 días, lo más lamentable era que realmente había entrado en Indonesia el 10 de marzo, pero los capullos de la frontera de Borneo ese día no habían cambiado el sello.
El policía me dijo que no me preocupara, que lo mío no era un delito, que era solo una falta, y que le acompañara a la comisaría de frontera. Entré en un despacho donde estaba el jefe policial y el agente le explicó mi caso. La solución era bien sencilla: multazo. Tuve que pagar, no se me ocurrió en ese momento otra salida, pero en un rato me habían metido dos buenos palos por el recto.

Completamente enojado deambulé por el bonito pero soso aeropuerto. Intenté comprar algún recuerdo en la tienda de souvenires, pero desistí cuando iba a pagar porque el precio era diez veces más de lo que había supuesto. Me había comido un cero.

Después encontré un lugar estupendo donde pasar el tiempo que me restaba. Era una especie de saloncito restaurante tipo jet-society, en el que pagando un precio fijo podía beberme una cerveza, comer y beber todo lo que quisiera, además de estar cómodamente sentado leyendo revistas y periódicos, o conectarme a internet en alguno de sus puestos con ordenadores. Allí estuve tan cómodo que me pasé de la hora: almorcé, me tomé una rocacola y un café, y cuando la chica me dijo que qué hacía todavía allí, que mi avión se iba, me marché no sin coger antes un vaso de agua para aplacar la sed en el viaje.

Al pasar la mochilita por el detector pitó, y no me extrañó, porque llevaba pañuelos, un diccionario, una camisa, el ordenador, el mp3, el libro electrónico, la cámara, todos los objetivos, las gafas y hasta caramelos. El hombre me dijo ¡cuidado!, que seguramente llevaba... agua. , le respondí, es para beber, y me respondió que no estaba permitido subirla al avión.
Como había viajado durante quince meses sin coger aviones, había olvidado el nivel de alienación y estupidez que se reúnen juntos en un aeropuerto, así que con todos los mosqueos previos acumulados desde que llegué a aquel lugar, cogí el vaso y delante de él lo apreté con todas mis fuerzas hasta que estalló. Por supuesto me puse perdido y también todo aquel lugar. Le dije: vaya, al final no era una bomba, era agua. El hombre no me respondió.

Recogí mi mochila y me fui corriendo al avión con destino Bangkok.

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